lunes, 29 de junio de 2009

Los Otros se lleven a Orange

Debería haber contado esto hace semanas, pero soy una maldita vaga y no lo he hecho... qué os voy a decir sobre mi vaguería que no sepáis ya. Así que, aunque tarde, os voy a contar la bonita historia de cómo los capullos de Orange me dejaron una semana sin Internet.

Todo empieza una tarde, después de comer. Pongo el portátil y no se conecta a Internet... y hago todas las cosas típicas de Enjuto Mojamuto (reiniciar, apagar y encender el router, etc). Mi madre me ve en el proceso y me dice que mi hermano tampoco tenía conexión por la mañana... y paso a lo siguiente, llamar al servicio técnico de Telefónica, que es la compañía con la que lo tenemos.

Allí me dicen que «es que ya se está cursando la portabilidad». Y yo flipo, claro. Le aseguro a la tía que no nos estamos cambiando de compañía, y ella insiste en que sí, que les consta que nos hemos dado de alta con otra... consigo que me diga que es Orange.

El siguiente paso es llamar a Orange con ganas de cortarles las pelotas. Después de varias llamadas en las que no conseguíamos hablar con nadie, nos dicen que tenemos contratado un servicio con ADSL, televisión y teléfono... tócate los huevos. Al decirles que eso es mentira, nos piden el DNI de mi padre (el titular de la línea), y resulta que no tiene nada que ver con el que tienen ellos. Ni el nombre, ni nada. Y encima no nos quieren decir el nombre que les figura. Pedimos que nos den de baja, y nos dicen que eso sólo puede hacerlo el titular, y que el DNI no se corresponde... pa matarlos. Al final la solución parece ser enviar una carta por correo, que a saber cuándo llega y a saber si lvan a leer.

Llamamos otra vez a Telefónica... y dicen que no pueden darnos de alta otra vez mientras Orange no nos de de baja... una juerga. Nos piden que les enviemos un fax con unos datos y que expliquemos ahí lo que ha pasado, a ver si lo pueden agilizar... pero que la cosa está jodida.

Ganas de matar aumentando. Más llamadas a Orange, incremento de las ganas de matar... lo peor es que los días siguientes nos están llamando para traer a casa el router... y varias veces. A una operadora se le escapa que el titular es un tal Miguel Molina, que no nos suena de nada, y la dirección tampoco tiene nada que ver. Nos dan un móvil, que ni siquiera existe... vamos, que un comercial aburrido o que no llegaba a los mínimos del mes había decidido inventarse unos datos y dio la casualidad de que puso nuestro teléfono, el muy cabrón.

En una de las llamadas de Orange (que esta vez hacen ellos, para ver por qué hemos pedido la baja... sin comentarios) le dicen a mi madre que tiene que enviar una fotocopia del recibo de Telefónica, para acreditar que realmente lo tenemos contratado con ellos... y mi madre le dice «y para conseguir los datos de mi marido y el número de cuenta, ya de paso...». No sé cómo se puede tener tanto morro, de verdad.

Al final nos lo arreglan, una semana más tarde... desde Telefónica.

miércoles, 10 de junio de 2009

Huyendo de la soledad (3)

Así es como buscaba sentirse. Aunque la habitación está totalmente oscura, puede distinguir sin problemas el cuerpo de Adrian bajo la sábana. Le acaricia la espalda sin despertarle, con más ternura de la que suele atreverse a mostrar en sus relaciones. El brazo del muchacho le rodea la cintura y tiene la cabeza apoyada en su pecho, así que no puede moverse mucho, pero no le preocupa. Se limita a saborear el momento, sin dejar que el sueño lo venza.

Adrian se había quedado dormido enseguida, quizá con ayuda del sonido de su respiración; según le dijo Ophet en cierta ocasión, abrazada a él por la espalda, es relajante.

«¿Volveré a verte?», había preguntado con los ojos casi cerrados ya. Él había asentido y le había asegurado que sí en un acto reflejo. Es lo que siempre dice en estos casos y le sale de forma natural, a pesar de que la mayoría de las veces no tiene ninguna intención de darle una segunda parte a la historia. Normalmente sólo busca un placer momentáneo, en ocasiones también la sensación de afecto que llega justo después.

Sabe que no está bien haber utilizado a un chico tan joven para paliar su sentimiento de soledad y vacío. Nunca un desconocido le había mirado con tanta adoración, raras veces encuentra una entrega tan completa. En los ojos de Adrian se ve que aún tiene ilusiones, que todavía cree que el amor puede llevarse a buen puerto. Pero en el fondo es mejor para él que comprenda cuanto antes cómo es en verdad el mundo, especialmente en estas cosas.

Acaricia el cabello rubio del chico, con lástima. Y recuerda su voz al cantar la noche anterior, su sonrisa tímida, sus ojos verdes aún limpios de realidad, su cuerpo temblando de miedo y excitación a un tiempo.

Y algo se mueve dentro de él, y comprende que quizá está historia sí tendrá segunda parte.

miércoles, 3 de junio de 2009

Huyendo de la soledad (2)

― ¿Puedo?― señala un taburete vacío en la mesa del chico, con una sonrisa sesgada.
― S…sí… claro…― acierta a decir éste, y clava la vista en sus propias manos después de lanzarle una breve mirada azorada.
― Espero no molestarte, es que no he podido evitar fijarme…― hace una pausa deliberada mientras toma asiento lentamente, alargando cada movimiento de un modo casi felino―. Tienes una guitarra muy bonita.
― No…no, no molestáis, señor.
― No soy ningún señor… ni necesito que me llamen de vos.
― Perdonad… digo, perdona― el chico sonríe un poco y sus ojos verdes se desvían a su guitarra―. Es una herencia familiar, mi tío era bardo.
― Parece muy buena― observa el instrumento, que es realmente de calidad―. Supongo que la cuidarás bien.
― Claro que sí, la limpio todos los días, y le afino las cuerdas― su timidez se va transformando en orgullo.
― ¿Y la tocas?― ladea la cabeza y se echa un poco hacia delante―. Sería una lástima que no lo hicieras.
― A veces…― vuelve a sonreír, tímido de nuevo.
― ¿Podría escucharte? Me gusta la música.
― ¿Aquí?― mira aterrado a su alrededor.
― ¿No has venido para eso?― se echa otra vez hacia atrás, ampliando su sonrisa, y apoya la barbilla en la mano derecha.
― Bueno, sí, pero… me da vergüenza. Hay demasiada gente.

«Me lo acabas de poner en bandeja», piensa, y se la juega esperando no haberse precipitado.

― Podemos ir a un sitio más tranquilo…― hace otra pausa deliberada―… a escuchar tu música. Sólo si tú quieres, claro.

El muchacho duda, como si debatiese algo consigo mismo. Le mira un segundo a los ojos, armándose de valor, y él le sostiene la mirada sin perder la sonrisa sesgada, para evitar así que baje la vista una vez más.

― Está bien― asiente finalmente, y se muerde el labio en un gesto de nerviosismo.

El camino hasta su casa es bastante fácil. El muchacho parece algo reacio a meterse en el barrio convicto, pero se tranquiliza al asegurarle que con él no le sucederá nada malo. Es demasiado sencillo convencerle. Sólo lleva una daga en el cinturón, y se deja llevar a un barrio peligroso por un desconocido armado. Ha tenido suerte de topar con él y no con cualquier delincuente.

Abre la puerta y le hace un gesto para invitarle a entrar al salón. Últimamente ha estado bebiendo demasiado; el suelo está lleno de botellas, frascos vacíos de las pociones de Max y papeles arrugados con intentos de nuevas canciones. El chico mira a su alrededor con curiosidad y toma asiento sobre los cojines del suelo, en respuesta a un amplio ademán suyo que señalaba éstos y la silla. Él se sienta a su lado, mantiene una distancia suficiente para no causarle incomodidad.

― Adelante― asiente con la cabeza, cruza las piernas y deja el estoque enfundado a un lado, lejos de ambos―. Imagina que estás solo, así te será más fácil.

El muchacho pone la guitarra en su regazo y toma aire, tratando de paliar el nerviosismo. Cierra sus ojos verdes y comienza a tocar, al principio de forma vacilante, pero va ganando seguridad poco a poco. Es una canción popular, conocida simplemente como La Canción del Bardo, que casi todo el mundo ha escuchado alguna vez. Se nota que está aprendiendo y que no está acostumbrado a tocar en público, sobre todo por la falta de confianza, pero su voz es bonita y es evidente que tiene un buen potencial. Cuando acaba la última nota lo mira con timidez, esperando su reacción. Él le vuelve a sonreír.

― Lo haces bien. Si sigues practicando llegarás a ser muy bueno…― deja la frase a medias―. No me has dicho tu nombre.
― Adrian…
― Un placer, Adrian. Yo soy Reger.
― ¿Reger? – el chico abre los ojos como platos, poniéndose tenso―. ¿Reger el bardo?
― Pues… sí, supongo, no creo que haya más con mi nombre― está sorprendido, no esperaba que le fuese a reconocer.
― Pero… vos… he oído que sois muy bueno― enrojece de nuevo―. Dicen cosas increíbles de vos, y también que… que…
― ¿Qué es lo que dicen de mí?
― Nada― afirma con tono tajante, bajando la vista, mientras su rostro adquiere el color de un tomate maduro.

«Que me gustan los hombres, eso es lo que dicen».

― Sólo soy un músico más, como tú. Y creo que ya habíamos comentado lo de hablarme de vos…
― Lo siento… dioses, he tocado delante de vos… de ti… te habrá parecido de lo más mediocre, y…
― Lo has hecho muy bien― le interrumpe―. No sé qué habrás oído de mí, pero te aseguro que no soy uno de los grandes, como Aldur Lavannah, Iowan de Marco o Arganos Growen.
― ¿Podrías…? – reúne valor para concluir la frase―. ¿Podrías tocar algo?
― Imagino que es lo justo, una canción por otra― asiente, mientras Adrian le tiende tímidamente su guitarra.

Toca unas notas sueltas, para familiarizarse con el instrumento, y después comienza a interpretar una de sus canciones. La primera que tocó en Tel al regresar, en aquella hoguera que ya no existe.


Concluye y le devuelve la guitarra, mirándole a los ojos. El chico le sostiene la mirada, como en trance, antes de parpadear un par de veces.

― Eres incluso mejor de lo que dicen― asegura, casi en un susurro. Le roza la mano un instante al coger la guitarra, sin querer, y la retira como si estuviese cargada de electricidad.
― ¿Cuántos años tienes, Adrian?― le dice en voz baja, y se aproxima un poco.
― Diecisiete…
― Es una buena edad para…― se humedece los labios―… empezar a tocar en serio.

El chico reacciona ante su cercanía; puede percibir su excitación en su forma de respirar. Y eso hace que aumente la suya.

― Yo… nunca… ― empieza a decir Adrian, con el deseo patente en sus ojos―. Nunca he estado con un hombre.
― Eso no importa― le susurra, acercando el rostro a su oído―. Lo único que importa es si quieres.

La respiración del muchacho se agita, está asustado pero al mismo tiempo le cuesta contenerse. Sabe que debe tratarlo con cuidado, entiende perfectamente por lo que está pasando.

― ¿Quieres…?― le besa suavemente la oreja, muy despacio.

Adrian cierra los ojos y asiente; un simple vistazo le muestra que su excitación es más que obvia. Evitando ser brusco, acaricia su cabello rubio con delicadeza y une sus labios a los suyos.

Huyendo de la soledad (1)


-->Sale de la solitaria casa en silencio y encamina sus pasos al puerto, pasando desapercibido en el conflictivo barrio en que se encuentra. Nunca ha hecho esto en su ciudad, porque hasta ahora no lo ha necesitado, pero supone que será aún más sencillo que en otros lugares. Aprovecha un momento en que pasan varios marineros cerca para salir de las sombras sin llamar mucho la atención y abre la puerta de Los Pechos de Sutherna con suavidad. Un vistazo le muestra que dentro no hay nadie que lo conozca demasiado, y se encamina a una mesa algo apartada con paso lento y provisto de cierta cadencia. Es un papel que ha interpretado ya bastantes veces y que siempre se le ha dado bien.

Desde que regresó a Tel-Arras, sobre todo en los últimos meses, se ha acostumbrado más de la cuenta a estar rodeado de gente conocida. Y ahora que parece que todos se han puesto de acuerdo para desaparecer, se siente solo de un modo en que hacía tiempo que no se sentía. Su música le ha servido como tabla de salvamento, ha sido algo a lo que aferrarse durante días, pero necesita algo más. Un tipo de alivio que la música no es capaz de proporcionarle.

Se sienta en el taburete y se recuesta contra la pared, cruzando una pierna sobre la otra en una pose ligeramente afeminada. Alza una mano para llamar a la camarera mientras deja que el cabello rojo caiga sobre su rostro y lo oculte en parte. Le da a cada uno de sus gestos el toque exacto entre amaneramiento y languidez, sabiendo cuál es la medida justa para no pasarse.

Pide un whisky, en voz tan baja que obliga a la camarera a inclinarse hacia él para escucharle. Cuando se lo sirve bebe un pequeño sorbo, y después lo deja en la mesa y se desabrocha un par de botones de su camisa negra y verde. Ahora sólo queda esperar; nunca le ha gustado el papel activo en estas situaciones, y nunca ha tenido la necesidad de tomarlo.

La primera en acercarse es una joven con aspecto de marinera, con la piel tostada por el sol y cabello corto y castaño. Le dedica una sonrisa, se sienta en el taburete que hay frente al suyo sin pedir permiso siquiera y deja su vaso sobre la mesa.

― ¿Qué haces aquí tan solo?
― Estoy tomando una copa, como todos – alza la mirada, con media sonrisa, y le da un nuevo trago a su whisky.
― Si te apetece puedes tomar otras cosas, en compañía― la chica ladea la cabeza con expresión pícara.
― Lo siento, guapa… pero creo que te equivocas de persona― se aparta un poco el pelo de la cara, con un gesto deliberadamente amanerado, sin dejar de sonreír.
― Ya lo imaginaba, pero aún así tenía que intentarlo― lo mira de arriba abajo antes de levantarse y volver con su grupo―. Una verdadera lástima…

El siguiente es otro marinero. Un semielfo que llega casi a la madurez, de pelo castaño cobrizo y aspecto rudo. De los que no admitirían sus gustos en público ni bajo amenaza de muerte. Le dirige una mirada penetrante, seguida de un rápido y casi imperceptible movimiento de cabeza hacia la salida; un gesto que con el paso de los años ha aprendido a interpretar muy bien. Cuando se ganaba la vida con esto, lo principal era la discreción.

Valora la oferta durante unos segundos y finalmente niega suavemente y vuelve a mirar hacia su vaso, para romper el cruce de miradas. Sabe que hubiera sido algo rápido y posiblemente violento, casi con certeza contra la pared de algún callejón. No le desagrada ese tipo de encuentros, y el semielfo no carece de cierto atractivo, pero no es lo que está buscando en este momento. En este momento necesita…

… algo como aquel chico. No se había fijado aún en él porque parece esforzarse en pasar desapercibido, aferrado a su guitarra en un rincón, como si le faltase el valor para tocarla. No tiene más de dieciséis o diecisiete años, y mira tímidamente a su alrededor con unos grandes ojos verdes enmarcados en un rostro de rasgos bonitos y delicados. Esboza una sonrisa al darse cuenta de cómo le recuerda el muchacho a sí mismo, años atrás, cuando su maestro Arion se había acercado a su mesa con intenciones bastante diferentes a las que tiene él ahora.

La camarera pone un vaso delante del chico, y al inclinarse deja a la vista un generoso escote, pero el muchacho se limita a hacer un gesto de asentimiento, sin fijarse siquiera. Ese detalle termina de decidirle, así que alza la cabeza y lo mira abiertamente. El chico repara en él, sostiene su mirada un instante y se sonroja acto seguido, para enseguida bajar la vista.

Se dice que no tiene por qué tomar siempre el papel pasivo; se levanta despacio y se dirige a su mesa, con el vaso en la mano y sin amaneramiento ya en sus gestos.