miércoles, 13 de febrero de 2013

Aisha

Y aquí estamos, con otro relato reciclado. Lo escribí en la época en que no actualizaba el blog, y me apetece que esté por aquí. Es de otro de mis personajes de Neverwinter, que jamás pudo llegar a desarrollarse... me quedaré con esa espinita clavada. 

Prometo daros algo nuevo pronto, pero no es tan fácil.



 ― Así que cuentas historias― pregunta él, mientras llama la atención de la camarera para que les llene la copa de nuevo―. Me encantan las historias, cuéntame alguna y te invito a cenar.
Si me lo pides así, no puedo negarme― la pequeña elfa sonríe con inocencia y se coloca bien en la silla, dando un trago de su vino―. Os voy a relatar algo que ocurrió en mi propia aldea, hace casi tres siglos.

Cuando la chica hace una pausa, aprovecha para mirarla bien otra vez. A pesar de que seguro que ha vivido varias décadas más que él, a sus ojos no parece mayor que su hermana de 14 años. No sabe bien cómo actuar, pues aunque sólo sea una adolescente, hay algo en ella que le atrae de una forma casi primaria. Se fija en sus dos amigos, Bern y Luria, y los encuentra como siempre, dispuestos a escuchar una buena narración y en un respetuoso silencio. La sala común de la posada está abarrotada esa noche, y nadie más les presta demasiada atención.

«Mi aldea es muy pequeña, un lugar tranquilo y monótono en el que, como en casi todos los sitios donde vivimos los elfos, las cosas apenas cambian. Además, la gente no se atreve casi nunca a salir de ella, porque está rodeada por un bosque del que se cuenta que está maldito y plagado de terribles criaturas.

Pero situémonos hace 278 años, que es cuando ocurrió todo lo que os voy a contar. Mi historia se centra en Acthelion, un por entonces joven elfo que vivía con sus padres, hermanos y abuelos en una granja de la aldea. Su familia era feliz allí, pero él estaba cansado de la monotonía y quería algo nuevo en su vida.

¡Acthelion, no se te ocurra acercarte al bosque!― le solía ordenar su madre. Y como aquello sonaba casi como una invitación, Acthelion iba al bosque a menudo.

Lo mantenía en secreto, pero le encantaba pasar allí las horas en que no debía ayudar a sacar la granja adelante. A él no le parecía en absoluto un lugar maldito, sino un precioso bosque lleno de paz. Pero no dijo nada, pues no quería compartirlo con nadie. Le gustaba dar largos paseos, bañarse en los lagos o simplemente tenderse al sol, sobre la hierba, y observar los pájaros y las formas de las nubes.

Y una tarde, mientras bebía el agua clara y limpia de un arroyo, le pareció escuchar algo».

¿Qué es lo que escuchó?― inquiere Luria, sin poder aguardar a que la joven continúe.
Sssshh, déjala seguir― la amonesta él, ganándose al hacerlo una amplia sonrisa de agradecimiento de la narradora. No es más bonita que otras elfas que haya visto, pero le hace contener la respiración.

«Acthelion afinó el oído, y entonces el sonido le llegó claramente. Era un pequeño tintineo, como el de una campana. Alzó la vista, pero no encontró nada extraño. Y el tintineo persistía, ahora un poco alejado.

Sin pararse a pensarlo, Acthelion se levantó y fue tras el tintineo, que siempre estaba unos pasos por delante de el. Comenzó a seguirlo, sin fijarse por dónde caminaba, atento sólo a lo que captaba su oído. El tintineo lo guió, incesante, por el bosque, y el resto de cosas dejaron de importar. Los segundos se convirtieron en minutos. Los minutos, en horas.

Las horas se convirtieron en días.

Y, finalmente, el tintineo lo condujo al interior de una cueva. Acthelion entró, sin hacer caso del cansancio, y una vez dentro dejó de escucharlo.

Pero no le importó, porque se hallaba en el lugar más bello que había visto jamás. La roca de la cueva estaba cristalizada con minerales de mil colores, y estalactitas rosadas en espiral brotaban del techo. En el suelo crecían setas azules y moradas que despedían un intenso fulgor, alumbrándolo todo.

Y la elfa que lo esperaba era lo más hermoso que sus ojos habían encontrado en toda su vida. Su piel era blanca como las nubes limpias, su cuerpo era exuberante y delicado como las flores, sus ojos y sus cabellos eran verdes como el corazón de un bosque.

Ninguna tela cubría su cuerpo perfecto. Yacía sobre el suelo de la gruta, con los brazos hacia arriba, las piernas separadas, invitándolo a hacerla suya.

Acthelion no pudo resistirse. No hablaron. Sólo se amaron, una y otra vez. Los minutos se convirtieron en horas. Las horas, en días.

Los días se convirtieron en semanas.

Y, una mañana, Acthelion despertó y ella no estaba allí. Asustado, la buscó por toda la cueva, con el corazón a punto de estallar de dolor. Desconsolado, la llamó a gritos, a pesar de que ni siquiera conocía su nombre.

No fue capaz de encontrarla. Con el alma desgarrada, volvió a la aldea, donde lo recibieron con gran alegría, pues ya lo daban por muerto. Hubo una fiesta en su honor, pero él sólo miraba al vacío. Triste, roto. Incompleto. Las horas se convirtieron en días. Los días, en semanas.

Las semanas se convirtieron en meses.

Y Acthelion ya no era el mismo. Su alegría se había esfumado. Constantemente se arrepentía de haber deseado tanto tener algo nuevo en su vida, pues su pérdida era el peor castigo que alcanzaba a imaginar.

Una noche estaba solo en la granja, pues su familia había ido a los festejos en honor a la llegada de la primavera. Él, como siempre en los últimos tiempos, no tenía ganas de fiestas y se había quedado contemplando las llamas de la chimenea. Y entonces le pareció escuchar algo al otro lado de la ventana».

¡El tintineo!― exclama Luria, feliz, y acto seguido se tapa la boca con la mano y mira a la elfa, como esperando una reprimenda. Pero ella sólo sonríe y asiente.

«Efectivamente, era el tintineo. El corazón de Acthelion dio un vuelco, y salió a toda prisa, esperando encontrarse con su amada. Pero lo único que había allí fuera era algo envuelto en hojas, enredaderas y flores. Se agachó a mirarlo, y su corazón dio otro vuelco al percatarse de que era un bebé, una pequeña niña elfa con los ojos y el cabello verdes como el corazón de un bosque.

Mientras la cogía en sus brazos, el tintineo llegó de nuevo a sus oídos. Alzó la vista y observó algo diminuto que volaba sobre él, una preciosa hada con la piel blanca como las nubes limpias, con los ojos y cabellos verdes como el corazón de un bosque».

 ¡Oh!― Luria parece encantada con el desenlace―. ¿Así que ella era un hada? ¿Y qué hizo Acthelion?

Eso ya no lo dice la historia… pero te lo contaré yo, pues conozco personalmente a Acthelion― la elfa apura su vaso y se pasa la mano por el pelo, negro y corto, en un gesto distraído―. Recuperó su alegría. Comprendió que su amada no podía quedarse con él, pues no estaba en su naturaleza. Y que ya le había demostrado su amor de la mejor manera en que los suyos podían hacerlo, dándole el mayor de los regalos.

Quizá es por cómo va vestida, con un vestido verde de corte infantil que deja parte a la vista y mucho a la imaginación, pero no puede dejar de mirarla. En este momento la desea más que a nada en el mundo, y por las sonrisas tímidas que ella le dirige es obvio que se ha dado cuenta.

La invita a cenar, pasan las horas, Bern y Luria se marchan. Y cuando ella se dirige a la habitación que tiene reservada, coge su mano y le conduce dentro.

El vestido infantil no dura demasiado tiempo puesto.

Y él enseguida comprende que esa pose inocente es pura fachada, pero no le importa. Una inexperta adolescente no tomaría la iniciativa de esta manera.

Ni le haría todas las cosas que ella le está haciendo.

Él le pregunta su nombre, pues ni siquiera se han presentado. Ella dice que eso es irrelevante, y siguen fundiendo sus cuerpos.

Él le dice que la ama, aunque acabe de conocerla. Ella sólo sonríe, y siguen fundiendo sus cuerpos.

Se queda dormido en sus brazos, deseando que ella no se aparte nunca de su lado. Y cuando despierta, tal y como había temido, está solo.

Le pregunta al tabernero, por si sabe algo sobre dónde ha ido. Éste le asegura que la vio salir al amanecer, aunque le había extrañado que su cabello ya no fuese negro, sino verde.

Verde como el corazón de un bosque.




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